2 de diciembre de 2024

Las Malvinas en Borges

Por Horacio Enrique Poggi

 

Jorge Luis Borges (1899-1986) era un escritor que opinaba acerca de diversos temas, entre ellos, de política. La cuestión de las Islas Malvinas, como veremos, ocupó su particular atención. Creativo, ocurrente y filoso, en las declaraciones públicas, nunca ingresó en las sinuosas arenas de la militancia partidaria. Tuvo simpatías cambiantes: anarquista, socialista, radical yrigoyenista, conservador y, en el ocaso de su vida, fue un utopista que soñaba con una ciudadanía planetaria manteniendo incólume su adhesión a la filosofía spenceriana del hombre contra el Estado (“el máximo de individuo en el mínimo Estado”, según la máxima de su amigo Macedonio Fernández). De ese modo, dibujaba una parábola y volvía a las fuentes originarias de su juventud. El círculo virtuoso se cerraba en plena sabiduría.

Para una interpretación objetiva de los vaivenes políticos de Borges debemos tener en cuenta lo precedente, porque -caso contrario- se impondrá la ideología del disparate, tan afín a quienes suelen analizar la posición del escritor ante los problemas de su época. El arte de la simplificación de los revisionistas militantes ha etiquetado y reducido a Borges a su condición de “antiperonista” y “anglófilo”, dos rótulos despectivos que sobrevuelan el continente literario de un autor que fundó cátedra con la ironía, y que no titubeaba en corregir sus dichos en el mismo instante del diálogo para preservar la coherencia de su pensamiento.

¿Cómo preservar la coherencia cambiando asiduamente de opinión? Para Borges la conciencia ética determinaba la acción y era lo esencial. Lo demás quedaba en las orillas del accidente y la superficialidad. Él vivía como pensaba, entonces, era inflexible con aquello que impugnara su estilo de vida. Por eso, su desdén hacia la figura histórica de Perón, a quien aborrecía, según su parecer, por haber permitido la proliferación del peculado y de diversas formas de corrupción. El enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos le provocaba un intransigente rechazo. También asociaba al peronismo con la vulgaridad, la chabacanería y el mal gusto en cuestiones atinentes a la educación y la cultura, postura que suscribirían Arturo Jauretche y Leopoldo Marechal, dos intelectuales de inocultable pertenencia peronista, que resultaron postergados en la consideración del primer peronismo debido a que jamás comulgaron con el verticalismo asfixiante, el aplauso oportunista y la alcahuetería regiminosa.

Borges nunca fue un oligarca ni tampoco un esclavo del materialismo. Pertenecía a una familia patricia de clase media, repudiaba la frivolidad, la obscenidad de la sociedad de consumo y, a pesar de sus amistades aristocráticas, se mofaba hasta del uso de la corbata y no compartía los privilegios de las clases acomodadas de la elite porteña. Por tanto, ubicar a Borges dentro de la mundanidad oligárquica, por su acendrada posición antiperonista, o bien expresa un acto de ignorancia, o bien se trata de un acto de mala fe. Que la clase alta lo admirara y utilizara sus dicterios antiperonistas en beneficio propio no significa que Borges nadara en oro. Su elegante pero modesto departamento de tres ambientes de la calle Maipú, que habitó a partir de los años 30 hasta su muerte, habla por sí solo. La riqueza de Borges era exclusivamente literaria. De ahí en más podemos comprenderlo y justificarlo, o señalar las divergencias que correspondan de acuerdo con la formación intelectual de cada uno. Sin embargo, consideramos que a Borges hay que interpretarlo desechando las anteojeras ideológicas, que siempre son totalitarias y contienen el germen de la intolerancia.

En 1983 Néstor J. Montenegro mantuvo varis entrevistas con Borges. Fruto de esas entrevistas es un pequeño volumen titulado Diálogos. En él encontramos el pensamiento borgeseano respecto de las Islas Malvinas. Se había cumplido apenas un año de la rendición de Puerto Argentino. Borges emite su punto de vista. Así, califica de “ingenua” la decisión bélica de los militares junteros: ignoraron que una cosa es “el derecho jurídico sobre un territorio y otra, su invasión”. Si hubieran consultado a un buen abogado, quizá habrían desistido del error, apostrofó.

Más adelante, dice Borges: “Se obró de un modo histriónico. Se habló de la ocupación de unas islas indefensas como si tratara de la batalla de Trafalgar o de las campañas de César. Se festejó la victoria cuando la batalla no había empezado. Muchachos de dieciocho años, con escasa o nula experiencia, fueron sacados del cuartel para batirse con soldados. Adolecemos de la peligrosa costumbre de obrar sin pensar en las consecuencias (…)”.

El autor de El Aleph llama “invasión” a la recuperación transitoria de las Islas. Porque, estima, habría que tener en cuenta a los isleños, reacios a la nacionalidad argentina y, también, a los argentinos. “En todo caso debió hacerse un plebiscito, o debería hacerse en el porvenir. El epigrama en prosa rimada Las Malvinas son argentinas, es culpable de muchas muertes”, explicó.

Respecto del porqué de la recuperación transitoria, Borges sostiene que “el gobierno militar quería distraer la atención de la gente. Quería que olvidaran, tan siquiera por un tiempo las desapariciones, la ruina económica y ética”.

“La invasión fue aprobada cuando se la creyó una victoria –insiste Borges-, cuando reveló que era una derrota fue condenada. Debemos obrar de un modo ético, de las consecuencias nada sabemos (…) La derrota militar es el menor de nuestros males. En el curso de la historia hubo siempre derrotas y victorias. Nuestro país sufre una derrota económica, y lo que sin duda es más grave, una derrota ética”.

Acerca de la propaganda oficial del “estamos ganando”, encarnación del triunfalismo sempiterno, reiterado en gobiernos ulteriores, en otras circunstancias, aunque con la misma búsqueda de efectos manipuladores, afirma que “se vive al día, se obra y habla como si no hubiera mañana, se vive en el mero presente como si éste no fuera fugaz”.

La causa de Malvinas, para Borges, es uno de los efectos perniciosos del nacionalismo. Impugna desde una ciudadanía planetaria, donde no existen las fronteras, echa a rodar su sueño, su utopía, para que el Hombre no cometa más El crimen de la guerra y conviva en un mismo mundo sin nacionalismos, bajo la única bandera de la hermandad, el amor y el progreso. Si fuera por él, manteniendo su lógica cosmopolita, dejaría el archipiélago austral en manos de los isleños: “Adolecemos de un casi inhabitado territorio. ¿A qué dilatar el desierto con dos desiertos más, que nos quedan tan lejos?”. Alguna vez Violeta Parra cantó “por un pedazo de tierra no quiero guerra”

Pero, ¿qué hacer con las Islas que siguen ocupadas por los británicos? “Es un tema jurídico –dice Borges-, que opinen los juristas imparciales. Toda opinión argentina o británica debe ser, de antemano, puesta en duda (…)”.

Ya en 1982 la Junta Golpista había denunciado la instalación en las Islas de una base de la OTAN con armas nucleares. “El gobierno argentino puede jactarse de haber inspirado esa obra”, acusa Borges. Y tras cartón denuncia el atroz negocio del armamentismo mundial y se declara pacifista, aconseja que en las escuelas argentinas El crimen de la guerra, de Juan Bautista Alberdi, debiera ser un libro de texto. Asimismo, advierte que una tercera guerra mundial sería lisa y llanamente un suicidio de la humanidad.

En un contexto de país derrotado, con un gobierno ilegal e ilegítimo en terapia intensiva, y en los prolegómenos del advenimiento democrático, Borges no titubea. A los generales argentinos les encomienda que, para subsanar las heridas de la guerra austral, deben “exigir una investigación rigurosa para que su honor quede limpio”. Y a las Fuerzas Armadas, “recluirse cada noche en sus cuarteles y abominar de la política”.

Liquidado el conflicto malvinero, Borges escribe La milonga del muerto, que musicalizó Sebastián Piana y cantó Eduardo Falú. Un verdadero alegato antibélico. La dictadura prohibió su difusión. Mejor suerte corrió el poema en prosa Juan López y John Ward, en el que se narran las vicisitudes de un argentino y de un inglés que se combaten mutuamente en las Malvinas. Lo publicó The Times. “No sé si tiene algún valor, salvo un valor moral”, sostuvo Borges.

A modo de conclusión, apreciemos la belleza inmortal de las líneas finales de Juan López y John Ward:

Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.

Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.

El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

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