Releyendo a Roberto de Laferrère
Hijo del célebre autor de Las de Barranco, periodista de raza, de prosapia criolla, por vía materna descendiente de Encarnación Ezcurra, pensador nacionalista, fundador de la Liga Republicana, sempiterno impugnador de los vicios del régimen oligárquico liberal, Roberto de Laferrère (1900-1963) alzó su voz cuando otros callaban, haciendo de su pluma un sable sanmartiniano en la batalla cultural por la liberación de la Patria.
En su ensayo El sentido de Buenos Aires, expresa: “Nuestros filósofos políticos, cuyo pensamiento presidió la formación de nuestra nacionalidad, confundieron en todo tiempo progreso con sustitución. Ese error, de origen intelectual, que está en la raíz del liberalismo filosófico, incapaz siempre de distinguir la substancia de sus cualidades, ha sido funesto para el desarrollo de la personalidad nacional, condenándola a no desarrollarse, precisamente, y a dispersarse en la nada”.
En estos días, los voceros oficialistas nos aturden con citas encomiásticas de las luminarias del procerato liberal. Sin dejar de reconocer las virtudes de ellas, que las tuvieron y –en algunos casos- en abundancia, conviene pasar por el tamiz ideológico del pluralismo historiográfico, las viejas verdades acrisoladas por el vicio repetitivo tradicional. Por ejemplo, y recurriendo a la ayuda teórica de Roberto de Laferrère, detengámonos unos momentos en el concepto progreso.
Nos explica el redactor de La Razón: “La noción de progreso es inseparable de la de perfeccionamiento. Solo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. No se concibe un progreso que se opere en el vacío, en la nada o en lo inestable por naturaleza propia; no se concibe el progreso sin una substancia perdurable que sea su materia de operación. Su transmutación es, precisamente, lo contrario: es la conversión de una cosa en otra distinta”.
Los progresistas vernáculos, de cualquier época y coloratura partidaria, siempre adolecieron de ese pecado intelectual que señala de Laferrère. Embebidos de novedades europeas y norteamericanas buscaron –y buscan- trastocar lo propio por lo extraño, sea por estimarlo atrasado, inculto o patriarcal. La faena les demanda una ingente militancia simiesca en el periodismo, la academia, la cultura y la educación. La fiebre contagiosa los lleva a erigirse en cruzados de la colonización pedagógica, en nombre de la modernidad, de lo avanzado, hoy con perspectiva de género y lenguaje inclusivo.
“Rivadavia, Alberdi y Sarmiento, los tres ases de la mentalidad política argentina, maestros de cien discípulos que fueron caudillos y gobernantes, no se propusieron nunca el progreso del pueblo argentino, sino lo contrario: su transformación en otro pueblo distinto que, desde luego, no habría de ser español, ni hispano, ni latino, ni nada concreto y verdadero, con tradiciones, costumbres, ideales y alma propia”, advierte de Laferrère.
Semejante claridad conceptual –formulada hace casi un siglo- nos exime de comentarios. Pero podemos acotar que el progresismo, la fe en el progreso indefinido, fatal e ineluctable, con solo imitar lo que viene de afuera y hoy nos imponen a través de las nuevas tecnologías, es positivo mientras se respeten las condiciones naturales de la Patria. Nos libera el progresismo nacional. Nos esclaviza el progresismo colonial. De ahí que nuestro autor reclame perfeccionar lo autóctono, incorporar lo que sirve y enriquece, sin vaciarnos física y espiritualmente.
Roberto de Laffèrre rescata, en la obra que estamos visitando, el patriotismo sincero de Esteban Echeverría, quien en los albores de la nacionalidad, planteaba la necesidad de salir de la dependencia industrial. Y advierte: “Nadie negará en ese espíritu patriotismo, pero sí lucidez. Los hechos demostrarían más tarde el error trágico de los que, invocando los intereses nacionales, se entregaron desatinadamente a esa política de llenar el país de extranjeros, con el pretexto de que necesitábamos ´brazos´, y de entronizar entre nosotros poderes económicos también extraños, con el pretexto de que necesitábamos capitales”.
En pleno siglo 21, el Buen Combate que libró Roberto de Lafferrère, permanece inalterable. Más vigente que nunca. Patria sí, colonia no.
Dr. Horacio E. Poggi