Releyendo a Alexis de Tocqueville
Cuando Alexis de Tocqueville se dedicó a pensar el gobierno de los hombres, lo hizo con los pies sobre la tierra y adecuando a la realidad la primacía del hecho generador que a su juicio era la igualdad de condiciones, es decir, la igualdad ante la ley, un modo eximio de crecer con libertad en un contexto de justicia.
En esa inteligencia, la igualdad fundada en la libertad es la instauración de la justicia en las relaciones sociales. Una igualdad justa es aquella que le permite a la persona humana desempeñarse libremente de acuerdo a su inteligencia, mérito y voluntad.
La traspolación de las notas tocquevillianas a la contemporaneidad debería ceñirse a la rigurosidad empírica que nuestro autor respetó a la hora de pensar a la igualdad desde sí misma, para neutralizar el bastardeo de una orientación política regenerativa que sigue siendo fuente de inspiración y punto de partida en el diseño de soluciones democráticas y republicanas. Quienes aspiran a la articulación de una sociedad de iguales pueden ser tentados a ensayar una ciencia política adversa a la novedad, o anclada en una historicidad ajena. Por eso, solemos encontrar lecturas extrañas que ponen, en la pluma de Tocqueville, lo que jamás escribió y, en su mente, lo que jamás pensó.
Pensar la igualdad desde sí misma comprehende la abstracción del objeto sin ningún escollo idealista. Por el contrario, implica asumir un comportamiento diferenciador, una conducta extraña a la temporalidad tentada por la distorsión ideológica e inmanente. Si la misión trascendente es la igualdad, su enemigo terreno es el igualitarismo, esa actitud que violenta al individuo despojándolo de lo suyo para dárselo a desconocidos en nombre de un altruismo irracional y adverso al reconocimiento de lo que cada uno es y posee.
La igualdad como hecho generador, entonces, se convierte en la piedra angular de la acción humana virtuosa. Pero los hombres virtuosos y pacíficos tendrán que respetar a la civilización en su trascendencia si es que quieren servirla correctamente, y ese respeto requiere que lo útil sea justo, que la ciencia no sea el reemplazo de Dios y el bienestar vaya de la mano de la virtud. Así la virtud es la práctica perseverante del bien, y el bien es aquello que la persona hace para ser más persona, más individuo autónomo. Aquí consideramos que radica la esencialidad de la tríada tocquevilliana de libertad, igualdad y justicia, valores entrecruzados, dialogando siempre en la virtuosidad, sin intromisiones violentas, llámense gobierno, Estado o ideologías inmanentes.
Horacio Enrique Poggi