Recordando al mártir Popieluszko

Por Ricardo Ruiz de la Serna
Al padre Jerzy Popiełuszko lo mataron tres agentes de la policía política comunista. Era el 19 de octubre de 1984 -se cumplen ahora cuarenta años- y el régimen estaba ya en los estertores. Después de la proclamación de la ley marcial (1981-1983), el mariscal Wojciech Jaruzelski pretendía acabar con la oposición anticomunista. El asesinato de Popiełuszko debía servir como advertencia. En realidad, dio a la Iglesia un nuevo mártir.
Nacido en 1947, el sacerdote apenas contaba con 37 años cuando lo mataron. Lo había ordenado en 1972 el cardenal Stefan Wyszynski (1900-1981), arzobispo de Gniezno y Varsovia y primado de Polonia. Casi nada. El cardenal era una de las voces más sonoras, rotundas y autorizadas frente a la tiranía comunista. Popiełuszko tenía a quien salir. El joven párroco era un orador conmovedor y vibrante. Su actividad pastoral se dedicaba a los trabajadores y las clases populares que frecuentaban las parroquias de Varsovia. No los dejaba ni a sol ni a sombra. Participaba con ellos en las manifestaciones. Su figura se hizo notoria en la huelga de los obreros del metal en la primavera de 1981. Hay una foto genial en que se le ve con casco de obrero y alzacuello con camisa negra. Si esos colores significan que uno está muerto para el mundo y vivo para Dios, este cura estaba vivísimo entre sus hermanos. En las homilías, predicaba a Cristo y denunciaba al régimen. En la mejor tradición de la resistencia católica frente a los totalitarismos -la de Von Gallen, la de Mindszenty, la de Beran, la de Karol Wojtyła- este cura hablaba sin miedo.
Esto era algo que el régimen no podía tolerar: una vida sin miedo. El 13 de octubre de 1983, a la salida de la misa en Bydgoszcz, donde lo habían invitado, ya intentaron matarlo con un método frecuente entre las policías políticas comunistas: un atropello con fuga. Por ejemplo, así habían matado, ya en 1948, al gran dramaturgo Solomón Mijoels (1890-1948), presidente del Comité Judío antifascista. Sin embargo, el intento fracasó. Días más tarde, el 19, lo secuestraron, lo ataron y lo mataron a golpes. Luego le amarraron una piedra a los pies y lo tiraron al Vístula. Su cadáver apareció el 30 de octubre.
El asesinato fue un escándalo. No pudo taparlo la censura ni manipularlo la propaganda. Toda Polonia sabía lo que había detrás de aquel crimen. Todo el mundo sabía adónde apuntaba el dedo acusador. El gobierno se revolvió contra los tres asesinos y el oficial que les había dado las órdenes. Sirvió de poco tomarlos como chivos expiatorios. El funeral del mártir se convirtió en una protesta multitudinaria. Acudieron más de un cuarto de millón de personas.
A cuarenta años de su martirio, la figura de Popiełuszko, martirizado por los comunistas y beatificado por el Papa Benedicto XVI, resulta luminosa para nuestra civilización. Su valiente defensa de los derechos humanos -en particular de la libertad religiosa- y de la patria polaca sirve de ejemplo en la actual hora de España y de Europa. Desde la protección del concebido no nacido hasta los intentos de socavar la libertad religiosa en la esfera pública, son muchas las cuestiones en las que podemos imaginar qué diría este joven párroco, que fue fiel a Cristo hasta entregar la vida.
Podría escribirse la historia de nuestro tiempo a través de aquellos que fueron al martirio. No en vano, Andrea Riccardi escribió un libro memorable titulado El siglo de los mártires. Los cristianos en el siglo XX (Ediciones Encuentro, 2019). Desde los cristeros hasta aquellos que hoy sufren los atentados terroristas de Boko Haram en Nigeria, la sangre de estos mártires es semilla de cristianos. En Polonia, donde la Iglesia ha escrito páginas imborrables de santidad, dignidad y sacrificio, miles de personas visitan cada año la tumba de Jerzy Popiełuszko en la iglesia varsoviana de San Estanislao de Kostka. Nunca faltan flores en su tumba. A menudo son rojas y blancas como la bandera de Polonia.